¿Puedo tomar alcohol si estoy siguiendo un tratamiento antibiótico?
Esta pregunta resulta mucho más común en cualquier consultorio de lo que parece, especialmente cuando algún paciente cae enfermo y durante su tratamiento se atraviesa la época de fiestas, un fin de semana o alguna celebración especial.
Ante tal cuestionamiento, los doctores suelen ser tajantes y negar la posibilidad de ingerir cualquier tipo de bebida alcohólica, pero ¿cuáles son los efectos reales de la interacción entre los antibióticos y el alcohol?
La opinión popular asegura que el “no” rotundo de los especialistas de la salud se debe a que las bebidas alcohólicas son capaces de mermar la efectividad de los antibióticos cuando se combinan con ellos y que resulta idéntico olvidarse de tomar una dosis que tomarla y después ir por un par de copas con amigos. A pesar de que esta visión no es del todo errada, existen algunos puntos que deben ser aclarados para su mejor comprensión:
Cuestión de resistencia
Para que un antibiótico funcione correctamente impidiendo la reproducción de las bacterias que aquejan al organismo es necesario que se mantenga un nivel determinado de concentración plasmática en la sangre, de ahí que el horario de dosis varíe según la vía de administración. No es gratuito que las indicaciones de parte de los profesionales de la salud sean claras cuando indican tomar una pastilla cada 6, 8 12 o hasta 24 horas, dependiendo del medicamento.
A partir de este principio, un auténtico problema puede iniciar pasando por alto una dosis, pues este bajón de la presencia de la medicina en el torrente sanguíneo compromete todo el tratamiento y puede generar resistencia bacteriana, uno de los más grandes problemas por el abuso de antibióticos a nivel mundial. En realidad, esta es una de las razones de peso que los doctores tienen para decir no al alcohol en medio de un tratamiento.
No obstante, existen un poderoso efecto que causa malestar en el instante en que se combinan algunos pocos antibióticos y bebidas alcohólicas:
El efecto antabuse
Un sinfín de reacciones desagradables aparecen al poco tiempo que se combina con alcohol en el organismo, como dolor de cabeza, náuseas, debilidad, visión borrosa y transpiración. El efecto antabuse o disulfiram (por uno de los compuestos que lo produce) se trata de una especie de resaca instantánea que provoca rechazo a seguir bebiendo. Utilizado frecuentemente como terapia para adictos al alcohol, algunos pocos medicamentos pueden generar este tipo de interacción, como en el caso de las cefalosporinas o el metronidazol –el más recetado de esta lista–.
En términos generales, la regla es sencilla: lo mejor es evitar el alcohol, tanto por el olvido de tomar una dosis, como por los posibles efectos secundarios que pueda acarrear, pero con la mayoría de los antibióticos, tomar una sola copa de modo excepcional (siempre y cuando la ocasión obligue a hacerlo) no acarreará mayor cambio en el efecto del antibiótico.
Sin embargo, si dos copas se transforman en una borrachera, este mito comienza a tomar forma real, pues el alcohol que ingresa al organismo competirá directamente con la sustancia activa del antibiótico en turno, afectando al metabolismo hepático y con ello, disminuyendo la efectividad del tratamiento, dando paso de nuevo a la precisión de la sabiduría popular.
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